(...) Al
filo de las nueve de la noche aparece la parejita. Ella con su infaltable
barriga que muestra su ya avanzado
embarazo. Regresan -dicen- al hotel, que
no es otra cosa que una suerte de mala pensión. Trabajan todo el día cuidando
autos, empeñosos ambos, buenos para pelear entre ellos, pero sin conciencia de
nada. No son jóvenes; son -digamos- ya adultos; tal vez unos treinta y algo
cada uno y, al paso, sus infaltables
escalas.
Se
detienen en la botillería. Ella se compra su cerveza, una botella de a
litro; luego se detiene en el almacén.
Pide sus cigarros, un sobre de a cien
pesos de shampoo, tal vez un papel
higiénico y, una vez cada semana, un poco de jabón de ropa. Cada día se cruzan
un par de palabras, un: “¿cómo está casero?”
“Hola casera… “ “Uf, ¡qué calor el de hoy! Menos mal que ya terminamos y
a la casita a bañarme. Yo soy limpita, me
baño todos los días...”, etc.
Un
día cualquiera ella pasa apesumbrada; no está alegre. Las lágrimas están por
brotar de sus mejillas. Imposible no preguntarle qué le pasa. Ella, en un par de minutos cuenta toda su historia.
Su
madre que la deja una vez más en la calle y de su padre, nada se sabe; que…” ¡chutas! , no es el primer hijo que tengo.
Si la tía me cuida, si cuando me mejoré del Jonathan ella me cuidó bien”.
-¿Sí?,
qué bueno.
Y
una le pregunta qué edad tiene él. “Ah,
no sé... deben de ser como seis años.”
-Y...
¿dónde está? “En la casa de menores... él allí está bien”.
Sentimos
ese dolor inexplicable para ella.
En
más de una oportunidad, alguien le dice: “Pero mujer, cómo tomas y fumas si
estás esperando una guagüita”. Y ella responde: “pero si yo me la tomo
tranquila, no molesto a naiden y es sólo una”.
Por
lo que no preguntamos más y la vemos que
se va caminando, bebiendo su cerveza y
con su pucho prendido (...)
Texto: Alejandra Lagos
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